Reflexiones: el blog de Fundación Manantial

Lo que no se nombra, no existe

Quizás nos ha tocado vivir un tiempo en el que el capitalismo y la apropiación indebida de la palabra libertad, se está encargando de decirnos que, si queremos, lo tenemos todo. Todo para ti, todo a tu alcance. Incluso cuando no es así. El mundo eres tú y tú puedes si tú quieres, y tú quieres si tú eres. Tú y sólo tú.


Y me surgen dudas de dónde y cómo poder volcar las decepciones, la tristeza, la angustia… cuando ese «yo» se hace insuficiente. ¿Cómo voy a expresar el malestar si me han enseñado que mi felicidad depende de cómo me he construido? 


Como si fuéramos seres independientes de una sociedad, bajo mi juicio, enferma. Porque sí, la precariedad laboral enferma, los recortes en política públicas enferman, los desahucios enferman, la violencia machista enferma, LA SOLEDAD enferma. ¿Qué red de seguridad me ofrece el otro que sólo es capaz mirarse a sí mismo? ¿Quién estará dispuesta a ofrecerme su tiempo que me ayude a aliviar el dolor?
 
Nos rodeamos de conversaciones superficiales en una sociedad eslogan del «ya no siento nada», que rellena agenda de actividades para mantenernos activos y evitar conectar con aquello que, seguramente, reabra viejas heridas.


Una sociedad atravesada por una corriente de positividad tóxica, muy visible en las redes sociales. Una positividad tóxica que no da lugar a las emociones negativas, sino que las estigmatiza. No permite la tristeza y mostrar vulnerabilidad se convierte en sinónimo de debilidad.
 
El sufrimiento psíquico y, en concreto, el suicidio son palabras impregnadas de dolor, de ausencia, de culpa, de pérdida, de miedo, de desconsuelo. Y creo que es precisamente dicho miedo mezclado con una buena dosis de prejuicios y mitos, el que nos empuja a evitar nombrarlo, a ocultarlo del sistema, a no dedicarle el tiempo necesario, la visibilidad adecuada, tanto en el propio acto en sí, como en las secuelas que acompañan a sus familiares y personas cercanas.


Y es esta angustia la que, cómplice de nuestro sufrimiento, se convierte en testigo de cómo nos hemos resignado poco a poco a convivir con él en un contexto hiperproductivo, sustentado de una medicalización excesiva. Medicalización que seguramente nos ofrece el posible parche a los malestares que cada vez, desgraciadamente nos resultan tan familiares. Y es en este punto que no puedo evitar nombrar a las mujeres y la sobrecarga que sufrimos asociadas al género. Doblemente maltratadas. Doblemente invisibilizadas.


El suicidio es, por tanto, aún un tema tabú pero que, paradójicamente, va ganando cada día más cuerpo en el imaginario colectivo.


Me resulta imposible poder reflexionar sobre qué implica a nivel social dicho acto de voluntad de querer acabar con todas las subjetividades que nos dan suelo a la vida (siendo estas tan ricas y variadas), como un elemento diferenciado de lo comunitario y del cambio de modelo socio-político que nos atraviesa. Y lo que realmente más me preocupa es cómo se intenta escurrir el bulto a través maniobras de escapismo con una perspectiva claramente capacitista e individualista: el ya famoso «vete al médico». Cuando la realidad, la gran verdad incómoda es que hemos permitido a través del silencio cómplice fruto seguramente del estigma asociado, que las personas que padecen sufrimiento, no encuentren un lugar que les proporcione acompañamiento y escucha. Y esto hace que sienta un absoluto fracaso como parte de esta sociedad.


Con esto no estoy diciendo que las profesionales de la salud mental no tengamos un papel fundamental contra el mismo y su prevención, pero sí creo que somos una pieza más en un engranaje que, para que funcione, debemos de repensar conjuntamente.


A los equipos técnicos nos falta formación, nos faltan recursos humanos y materiales. Nos faltan políticas públicas que cuiden, que visibilicen, que doten de herramientas de prevención contra el suicidio a la ciudadanía. Debemos luchar todos y todas para evitar pues, lo antes posible, que se mercantilice (como ya parece que está pasando) nuestra salud mental. Vemos cómo sacar el máximo partido y beneficio de nuestras relaciones (vengan de donde vengan) y de los cuidados.


¿En qué momento se nos ha olvidado lo que ayuda simplemente estar para el otro? ¿Por qué no estamos escuchando a las voces que nos reclaman que no existirá justicia social hasta que colectivicemos el dolor?


¿Estamos dispuestos a seguir asumiendo que una persona recurra a una solución individual a un problema seguramente de raíz comunitaria?


Podemos inventarnos excusas de todo tipo, pero el problema no desaparecerá, el silencio sólo hace cómplices. Y todo ¿para qué? ¿Para no hacernos daño? No lo creo. 


¡Ay, el dolor y la angustia! Esa asignatura pendiente.

Sara Nieves

Equipo de Apoyo Social Comunitario «Torrejón»

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