Reflexiones: el blog de Fundación Manantial

Planta cuarta

“Como todas las transformaciones verdaderas, fue tan lenta y suave como el crecimiento de una planta”.

La historia interminable. Michael Ende.1979.

Me llamaron un sábado. Estaba en la puerta del supermercado aprovechando la hora de tregua sin niños que nos dan las clases de karate. Me preguntaron si el martes quería incorporarme a un equipo especialista en salud mental con personas refugiadas ucranianas. Ni idea de ucraniano, pocos años trabajando en salud mental y sólo algún pequeño escarceo con refugio (esto último ni de currículo, no sé si me entienden)… así de primeras pensé que era una equivocación.

Hice llamada de cónclave familiar y dije que sí (llevo “Anhelando Tormentas” tatuado en la nalga derecha). Además de las condiciones y de que tendría que meterme dos horas de coche diarias para trabajar, supe que: 55 hombres ucranianos procedentes de un neuro-psiquiátrico de Prokovsky, una ciudad de la región de Donetsk, habían llegado a España hacía cinco días y, desde entonces, no habían salido de la planta cuarta de una residencia de mayores de Colmenar Viejo. Algunos de ellos estaban en regresión (vete tú a saber qué es exactamente estar en regresión) y habían tenido que empezar a usar pañal. Supimos también que en realidad eran 110 (55 fueron a otra residencia de Carabanchel) y que uno de ellos había fallecido al llegar a España.

Entenderán que, bajo estas circunstancias, el respeto hacia lo que nos encontraríamos era un lugar común entre lxs profesionales que nos presentamos allí un martes del mes de marzo. La incertidumbre estaba bien justificada, aquella era una nueva situación a la que pocas personas se habían enfrentado…un terreno virgen profesionalmente hablando.

Es otra historia para ser contada en su momento, pero el equipo convocado allí, brillaba con los galones que dan los años en el trabajo del tú a tú, conociendo miserias y acompañando a lxs desahuciadxs en busca de esa luz que alivie el sufrimiento…por supuesto, muchas veces a costa de su propia salud. Por ello, era también un lugar común el pensamiento de que lo primero que debíamos hacer era salir con esos hombres de aquella planta. A nadie le parecía una buena idea que 55 personas con problemas de salud mental, con vete tú a saber que experiencia de guerra en sus carnes y sin poder comunicarse, permanecieran encerradas cinco días en un lugar que les era completamente ajeno y frío.

Así que allí nos plantamos a las nueve de la mañana para enfrentarnos a lo que viniera. La primera impresión fue bastante desconcertante porque en ese lugar no había ningún hombre con pañal. Sin embargo, sí recuerdo toda aquella primera imagen en tonos grises. Un amplio espacio común sin alma, una larga fila de hombres vestidos de forma sombría, con tez plomiza, cuerpos abandonados al abandono, tierra quemada en sus miradas, esperando un mísero cigarro para fumárselo por turnos, hacinados en una habitación de pequeñas dimensiones con las ventanas clausuradas…silenciosos, apenas curiosos por nuestra presencia, complacientes cómo sólo complace el que tiene terror a las consecuencias de sus actos…lo cierto es que era imposible no retrotraerse a tantas imágenes que hemos visto del Holocausto. Me vi obligado a sincronizar miserias; aquella que traía imaginada de casa, con esta estampa sumamente perturbadora que estaba viendo… Hablo sólo de una primera impresión, no de un absoluto de lo que estos hombres son o representan. El paso de los meses y el conocimiento mutuo nos dejó profundos surcos donde se sembraron sentimientos maravillosos.

Pasaron muchas cosas aquel día (cada jornada de los meses que estuvimos allí fue de una intensidad abrasadora), pero nuestra vivencia en el ascensor de aquella residencia de Colmenar Viejo, concentra varias esencias de lo que fue nuestro trabajo allí.

Después de la primera toma de contacto (hubo quien jugaba al ajedrez, hubo quien recogía ropa sucia de las habitaciones, hubo quien intentaba rescatar alguna biografía, hubo quien observaba sentadx en una silla…), organizamos el primer grupo que saldría al exterior. Nos ofrecieron un pequeño jardín dentro de la residencia, 25 metros cuadrados, vallado, puerta con candado, sillas de plástico con más mierda que el palo de un gallinero…la zona de recreo de uno de los módulos de la residencia dónde se encontraban las personas con más necesidades de apoyo, llamadas (para nuestro estupor) las “no válidas”. Con las que, por cierto, no coincidimos nunca. Uno de nuestros hermanos ucranianos bautizó aquel cuchitril de recreo como LA JAULA.

Ocho hombres de tez cenicienta (más cinco de nosotrxs) cogimos por primera vez el ascensor camino del Jardín del Edén (pocas personas, pero suficientes para nuestras expectativas iniciales). Una vez allí, hubo quien se sentó a recibir rayos de sol, hubo quien se puso a hacer flexiones, hubo quien recitó una poesía y hubo quien manifestó estar hasta el gorro de escucharlas, casi todos fumaban compulsivamente…mientras, lxs del “equipo especialista en salud mental con personas refugiadas ucranianas” hacíamos esfuerzos ímprobos por comunicarnos con una aplicación de móvil que acabábamos de conocer (tuvimos una o dos intérpretes que vinieron algún día, otra que huyó, otros que llegaron cuando ya sabíamos más ruso que Rasputín…un poco así). O sea, el nivel de partida fue estar dos horas para preguntarle al otro en su idioma: ¿Cómo te llamas?

Aquel “primer momento jardín” fue especial, por lo sumamente raro, ¿íbamos a poder hacer algo allí? ¿éramos acompañantes o carcelerxs?

Una hora después llegó el momento de regresar a la planta. En la residencia reinaba un gran miedo estigmatizante a lo que aquellos “locos” pudieran hacer (un “segurata” sentado al lado de la salida vigilaba la puerta para que nadie pudiera escaparse) y el ascensor que teníamos que coger sólo se ponía en funcionamiento y paraba en nuestra planta si accionábamos una llave que permanecía custodiada por no sé quién. El caso es que nos metimos 15 personas en el ascensor y una compañera accionó la llave. El ascensor subió hasta la cuarta planta, pero las puertas no se abrieron y el ascensor volvió a la planta baja. En el segundo viaje tampoco lo conseguimos y, al abrirse las puertas en el bajo, ya había allí tres personas mayores con sus andadores esperando para subir. Saludamos educadamente. Tercer viaje y comienzan las risas nerviosas. En realidad, ¿qué sabíamos nosotros de esa gente con la que viajábamos hacinados? Torreones grises de miradas duras, desconcertados como nosotros ante aquella situación. En el quinto viaje, dos de nuestras compañeras decidieron abandonar el barco empujadas por su claustrofobia, y allí se quedaron dando explicaciones a los mayores de por qué no terminábamos de concretar. No sé ni cuantos viajes hicimos hasta que conseguimos aterrizar en la planta cuarta, pero tengo grabada una secuencia que se repetía en bucle y que no fue tal (porque en ella yo observaba desde fuera) en la que la puerta se abría y cerraba continuamente, y en cada apertura se veía a aquellos hombres sombríos, a cada viaje más nerviosos, observando a unos desconocidos chiquitos y angustiados, que luchaban por atinar con el funcionamiento de una pequeña llave y, lo que era peor, con su propia praxis profesional.

Pues, como digo, finalmente llegamos (aunque podríamos estar todavía en aquel ascensor) y, con todo, en la reunión de cierre valoramos la salida con un aprobado alto y decidimos programar una nueva unas horas después. Ilusos… A la hora acordada nadie quiso volver a salir… No sé los demás, pero ni que decir tiene que volví a casa con la contrariedad a cuestas (recuerden que era el infiltrado), con muchas dudas de lo que podía aportar a esos hombres, como si aquello de “equipo experto en salud mental con personas refugiadas” no fuera más que un gancho publicitario, una suerte de marketing, un slogan vacío de contenido (en el trato con personas, uno puede sentirse el ser más capacitado del mundo cuando todo sale bien y el más ruin cuando las cosas vienen mal dadas). Sin embargo, al día siguiente alguien nos contó que muchos de ellos, al poco de irnos y por primera vez desde que estaban en España, se acercaron a las ventanas para observar y fotografiar las montañas que se veían más allá de los cristales.     

Parece que “Como todas las transformaciones verdaderas, fue tan lenta y suave como el crecimiento de una planta” y, desde aquel momento, aquellos hombres ya no fueron los mismos. Y nosotrxs tampoco.

David Sánchez Ratés

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4 comentarios

  • Fue una vivencia maravillosa propiciada por una tragedia que no debería haber ocurrido. Así de paradójico. Como también lo fue convertir la intemperie y el desconocimiento en una de las experiencias laborales de las que más orgulloso me siento. Gracias por contarlo tan bonito, David.

  • Una historia preciosa bien contada y que llega muchas gracias David

  • Uff, compi, lo he leído con el corazón en un puño. Me he visto subiendo y bajando en ese ascensor.

  • Paloma Ratés Fernández

    Un ejemplo de generosidad sin límites por la entrega total a unas personas tan necesitadas de comprensión y cariño.Felicidades por vuestra labor. Sois un grupo de campeones!!

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