Reflexiones: el blog de Fundación Manantial

La exclusión social, el estigma y el autoestigma

Desde bien pequeños la sociedad nos enseña la importancia de la pertenencia de grupo y nos impone su normalidad a la que debemos atenernos para no sufrir las consecuencias: el ser tildados de rebeldes, raros, locos, estrambóticos, asociales,… cuanto menos. Además de ser rechazados por estos pretextos absurdos, primero, de nuestro grupo de referencia y, en mayor dimensión, de la sociedad entera, práctica e inmediatamente.

Con esa etiqueta que se nos coloca, muchas veces desde la infancia, se nos impide la integración plena en la sociedad, ya que se crea el estigma y dependiendo de cuál sea esa etiqueta, se nos trata con rechazo, miedo, condescendencia, lástima, etc.

Con el estigma a cuestas es muy difícil regresar al mundo de los “normales” por mucho que intentemos volver al redil como ovejas descarriadas tratando de cumplir y ajustarnos a sus normas y estándares, que, si uno se fija bien, nadie cumple al cien por cien. Por lo tanto, unos somos ovejitas con estigma y otros ovejitas con más suerte, con padrinos protectores o vete tú a saber…, pero no reciben el mismo trato injusto y denigrante que nosotros, y forman parte de sus distintos grupos sociales según el área de su vida implicada en ese tipo de relaciones (trabajo, amigos, vecinos,…)

Nosotros, con mucha fortuna, seremos aceptados en algún grupo casi por pena o casi debiéndoles la vida a los “normales” y tendremos que soportar en la cara desdenes y desplantes por nuestro “extraño” comportamiento no adherido a lo que la norma dicta en cada momento o situación.

Vamos, que si a mí se me ocurre subirme a una silla a la pata coja con un paraguas abierto en plena cena de trabajo me considerarán negativamente como un loco o a lo sumo como un borracho. En ambas resoluciones, seré señalado con una etiqueta que me pesará desde ese hecho y me acompañará para el resto de mis días separándome de la preciada “normalidad”, creándome el estigma social que dificultará mucho mis relaciones interpersonales, ya que apenas nadie querrá tener trato conmigo.

Pero, ¿y si yo mismo me creo lo que la sociedad me llama? Se crea ahí, el autoestigma y el convencimiento de que no somos merecedores de pertenecer a la sociedad y eso nos lleva a aislarnos por temor a las coces que recibiremos de la sociedad por culpa de nuestras “faltas, fallos o pecados” que ellos mismos tienen, pero que han sabido disimular para mimetizarse con el resto de la sociedad. Nos vemos revocados entonces a la soledad y al aislamiento social y vamos rompiendo incluso las cadenas sociales más importantes, como son los familiares y allegados. Nos vamos quedando solos y sin querer salir de la habitación, ni siquiera de la cama, por un temor total a cualquier tipo de contacto social y, por otra parte, por el resquemor de haber sido rechazados.

¿Cómo salir de la espiral del aislamiento?

Comunicándose, hablando desde el corazón, las emociones y los sentimientos, por muy dura e impenetrable que parezca la sociedad, chillando y reivindicando nuestro derecho a existir y a ser integrados en la sociedad como uno más, como ciudadanos de derecho que somos. Si tenemos que explicar mil veces que somos felices con el paraguas abierto aunque no llueva y que eso no nos resta facultades ni capacidades, lo haremos.

Se trata de alimentar la confianza en nosotros mismos y ver que los demás también tienen sus “rarezas” por mucho que pertenezcan a la sociedad o a un subgrupo de ésta, eso nos aportará seguridad en nosotros a la hora de abordar las diferencias, hablando siempre asertivamente y sin rencores insanos.

Para ello, es necesaria la educación emocional, asertiva e integradora desde la infancia, la educación en la diversidad y en la complementación de los unos con los otros, la educación de la aceptación y de la cooperación. Todas ellas, en lugar de la educación competitiva, elitista y rastrera que en su mayoría hemos estado recibiendo hasta ahora en la que importaba más las altas calificaciones que las altas capacidades. Aquella en la que nos enseñaban a ser el depredador o el rey de la colina y a trepar o dar dentelladas para ello.

NO estoy diciendo que toda la educación que nuestros docentes nos hayan dado esté equivocada u obsoleta del todo, ni que ellos sean los culpables de tal despropósito. Porque, además de los profesores, que hacen como pueden su magnífica labor, está la familia, el vecindario, el grupo de amigos, los compañeros de trabajo (si por suerte se tiene) y todos dando informaciones de cómo debe de ser esa “normalidad” hasta que, o se pasa por el aro y uno se uniformiza con la legión de “normales”, o le da un verdadero cortocircuito.

Centrémonos en ser como somos y aceptarnos y querernos como tales, en apreciar nuestras diferencias del resto en lugar de autoestigmatizarnos por ellas, y en compartirlas con asertividad y orgullo con el resto de personas haciéndoles ver que todos somos personas con los mismos derechos y obligaciones y que lo que importa es la bondad de cada uno en lugar de las cosas materiales, intelectuales, estéticas, etc. Convirtamos, porque somos capaces de ello, el aislamiento en integración y la separación en comunidad.

Por Pedro A. Lara, blogger de afición e interesado en el crecimiento y desarrollo personal, así como defensor de los derechos fundamentales de las personas.
Puedes leer más post de Pedro en su blog personal: http://siguiendoadelante.tumblr.com

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