
Reflexiones: el blog de Fundación Manantial
La pescadilla que se muerde la cola
Hace un año, bueno, un poco más de un año, fue un día agridulce para mí. Llevaba un tiempo bastante complicado, pero llegó a mi vida lo que más quería, mi sobrino. Agridulce porque mi hermano estaba destinado a otro país a trabajar y no le dejaron entrar al país por el tema del Covid. El momento más feliz de mi vida se convirtió en un momento malo. Día a día me empecé a sentir peor. Pasaban los días y mi cabeza sólo pensaba en quitarme del medio. Nada tenia sentido y lo único que pensaba era en irme de esta vida. Un día, cogí una cuchilla y me autolesioné, no sentía nada. Al rato de la autolesión, me quedaba dormida. Me despertaba con mucha ansiedad, me tomaba un ansiolítico y a la cama nuevamente. Así pasaron varios días hasta que decidí ir a ver a mi médica. Ella me destinó a urgencias, al hospital. Después de horas pensando si ir o no, decidí ir. No esperé mucho para que me vieran los psiquiatras.
Pensaba que me mandarían a casa con medicación, pero no, me derivaron a un hospital psiquiátrico. Esperé horas en la sala de espera hasta que llegó la ambulancia para llevarme. Allí me sentí (literalmente) como una loca. Encerrada en una habitación aislada, sin contacto con nadie y medicada hasta las orejas. Al día siguiente pedí el alta voluntaria, no podía estar encerrada, sin ver a nadie y hablando con los profesionales a través de una ventana. Intentaron convencerme para quedarme pero no, no podía estar ahí. Así que me fui a casa.
Los días siguientes al alta voluntaria fueron tranquilos. Por prescripción médica pude salir de mi comunidad autónoma e ir a conocer a mi sobrino. Los sentimientos allí cambiaron, estaba a salvo, protegida…
Meses después hubo otra recaída. Esta vez fue más grave. Las autolesiones fueron más profundas, diarias. No podía más. El mundo pudo conmigo y llegaba el fin de mis días. Daba igual en qué pensara, no había nada por lo que pudiera luchar.
Fui al médico para hablar con mi médica, allí me curó las heridas. Me dio cita para el día siguiente, cuando fui, iba con el brazo lleno de sangre. Otra vez a urgencias. Otra vez ingreso en el hospital psiquiátrico. Otra vez lo mismo… pero esta vez aguanté hasta el alta médica. Tardaron 48 horas en dejarme salir de la habitación. No hacíamos nada. No había un psicólogo con el cual hablar. No había un educador que nos mantuviera ocupados. Los días se hacían eternos. Sólo podías ver la televisión, leer y los afortunados de llevar tiempo allí, salir al jardín. Eso sí, medicados hasta las orejas. La cabeza no dejaba de dar vueltas, así que decidí hacer ver a la psiquiatra que estaba bien, me dio el alta a la semana, cosa que ni mi familia, ni mi psiquiatra, ni mi psicóloga entendían el por qué tan pronto.
Os preguntaréis cómo se puede llegar a ese punto. Lo explico: cuando llevas años aguantando ciertas cosas, cómo la gente se ríe de ti por tu físico, el no quererte, no valorarte, no poder mirarte al espejo… y lo más importante, hace años, sufrí una agresión sexual, la cual aún no he podido superar. Es muy complicado vivir con esto dentro, por eso decidí no vivir. Si no vivía, no sufría.
Poco a poco, esos pensamientos se fueron quitando, aunque si os soy sincera, no se terminan de ir del todo.
Esto es la pescadilla que se muerde la cola…. Un no acabar.
S.S.P.
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“Melancolía y paranoia”
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