Sobre la “institución total” contemporánea

Salgo ahora de un curso en el que Héctor Luna, amigo y compañero de trabajo en Fundación Manantial, me ha removido, tal y como me esperaba, con una crítica objetiva, comprensible e inevitable del actual modelo médico hegemónico en el que, para bien y para mal, trabajamos.

Hoy he conocido el pensamiento de Erving Goffman, un sociólogo y escritor que en 1961 escribió un libro, “Internados: Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales”, que cuenta lo aprendido de la experiencia social de convivir con pacientes hospitalizados en una institución psiquiátrica, el hospital St. Elisabeth de Washington, y en el que conceptualizó el término “institución total” para designar aquel organismo como un lugar de residencia y trabajo donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria administrada formalmente.

Hoy en día, habiendo pasado ya años de las diferentes reformas psiquiátricas que acabaron con los manicomios en los que se encerraba a “los locos”, soy incapaz de no seguir viendo aquella institución total en diferentes prácticas del modelo de atención a aquellas personas que han sido etiquetadas con un diagnóstico psiquiátrico, y me sigo parando a pensar tal y como hemos hecho hoy en el curso y a preguntarme ¿en qué ha cambiado ese encierro?

Goffman no estudió los lugares en sí -los manicomios- sino lo que ocurría en ellos, y yo me quiero parar a pensar en lo que ocurre en el modelo de atención del que formo parte y lo valoro y respeto, hace mucho bien por muchas personas y a mí me proporciona un sueldo, pero veo necesario seguir cuestionando su funcionamiento, no para destruirlo, pero sí, quizás, para transformarlo. El origen del mismo, aquí en España y en gran parte de los países del primer mundo, se basa en criterios dominados por un saber médico que sitúa a las personas a las que atiende a la sombra de una enfermedad, un modelo bio-médico-social que centra su atención en el déficit y en el que lo social es un predictor del diagnóstico, un posible detonante, pero que una vez aparece éste, pierde su protagonismo frente al de la propia enfermedad, esa disfunción genética imposible de eliminar y con la que pelear, por encima de todo, a través de una medicación psiquiátrica.

Nos encontramos, entonces, inmersos en ese segundo encierro del que habla Fernando Colina y en aquel tratamiento moral del que hablaba Foucault, ya no en los psiquiátricos sino a través de una “psicoeducación” en la que se enseña a los pacientes a ser enfermos, en la que les falte lo que les falte, el sistema se lo va a proporcionar y en la que se acepta hacer cosas por el bien de un tercero sin contar con su propia aprobación. Nuestra sociedad, en ocasiones, produce sujetos enfermos y los desentrena como ciudadanos hasta el punto en el que dejan de serlo y se quedan fuera. Nos cruzamos con ellos por la calle, sí, pero no les sentimos como iguales debido a que les hemos enseñado a situarse en aquel lugar en el que todo lo que puedan hacer va a estar cuestionado en virtud de ese cerebro enfermo que les incapacita. La institución total ya no existe pero en su lugar tenemos un modelo de atención constituido por trozos de aquella en los que una persona, una vez dentro del mismo, encuentra muchos obstáculos para salir y corre el peligro de acabar “institucionalizado” -colonizado, decía Goffman- siendo estos trozos (centros de salud mental, hospitales, recursos de atención social…) su mundo y haciendo propio un discurso aprendido durante años de sentarse frente a nosotros, los profesionales, que pasamos a formar parte de su red de apoyo y cuya práctica responde a un saber teórico que ha sido creado a su vez por otros profesionales, de la medicina esta vez, que poco tiene que ver con la que cada vez más saberes profanos reivindican.

Y me da vértigo pensar en esto, pero, ¿estoy, entonces, trabajando para que un día mi puesto de trabajo desaparezca o lo estoy haciendo para perpetuar su existencia? El debate interno sobre en qué lugar me sitúo está servido. Yo veo necesario hacerlo en las brechas que existen en el sistema, brechas en el cómo escuchar y comprender, en el cómo situarme a la misma altura que aquel o aquella que acude a mí, no por encima suyo y en el leer y escuchar otras voces teóricas a parte de las más cercanas al biologismo… No es fácil situarse aquí, lo sé, genera controversia, hastío y miradas desconfiadas, pero merece, inevitablemente, la pena hacerlo y compartirlo. Me choco cada día, además, ante las resistencias de lo que he aprendido, de la propia voz y el actuar de muchos usuarios y compañeros que acuden a mi centro de trabajo y, por encima de todo ello, ante mi propia conciencia que, moviéndose entre la ética idealista y la propiamente profesional, no me da tregua.

Ésta no es una crítica destructiva, repito, es reflexiva y constructiva e invita a pensar en un individuo que sufre como un igual a quien uno o varios acontecimientos le han sobrepasado y ha buscado sus propias estrategias -llámense delirios, reequilibrios o mecanismos de defensa-. Acerquémonos y acompañémosle, y preguntémosle por qué cree que se encuentra así en vez de aconsejarle que se tome esto y aquello para que se sienta más tranquilo. Merece la pena.

Texto y fotografía de Antonio Carralón.
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