Blog Fundación Manantial
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19/05/2020
A Petry Marín
Por la locura newtoniana
de transformar al límite el desenlace.
La locura, a veces, no es otra cosa que la razón
presentada bajo diferente forma.
Johann Wolfgang von Goethe
Tengo miedo cada vez que veo un loco, pero los locos atraen poderosamente mi atención y me gusta mirarlos detenidamente, pero tengo miedo a que se den cuenta que les estoy mirando y se enojen. Aunque no es miedo o no sólo es miedo, es también una obsesiva curiosidad, ese extraño deseo de fisgonear lo incomprensible, lo peligroso, algo que contiene una inaudita crueldad, algo que me provoca un profundo sentimiento de tristeza, que no puedo evitar el suspirar. Y es que a veces, algunas veces, digo, pocas veces, encuentro algo mío en ellos o algo de ellos en mí. Entonces me estremezco todo, hasta el aturdimiento. Yo no estoy loco, tengo ciertas sinrazones, determinados contrasentidos, discretos deslices, como todos, pero son conjurados, reprimidos, aplacados ipso facto.
Cuando era niño, en mi pueblo había una pareja de locos: el Loco Chimenea y la Loca Chabela. No, no, no es que ellos eran pareja. No. Eran un par de locos: un hombre loco que vivía su locura y, aparte, otra mujer loca con sus locuras propias. El Loco Chimenea y la Loca Chabela, así con mayúsculas, eran personas de respeto y queridos en el pueblo. El Loco Chimenea era moreno, tenía barba y el pelo ensortijado y entrecano. Nunca supe su nombre, tenía curiosidad por saberlo, pero temía preguntar, que tal si me decían que se llamaba igual que yo o me decían que en realidad él era mi papá, que mi papá no es mi papá, que él es mi papá. De niño yo no podía procesar eso, simplemente lo pensaba y me asustaba. Igual con la Loca Chabela, ella era de tez blanca y largas trenzas, así dicen que era mi abuela. ¿Isabel era su nombre o el hipocorístico Chabela ya había devenido en su nombre? Tampoco pregunté a nadie por ella, me abrumaba la misma incertidumbre, podría haber sido mi madre. ¿Quién sabe? Pero, bueno, ya, seguro que no eran mis padres, pero podrían ser parientes cercanos. En pueblo chico…
Pensando en eso, temía que más adelante me podría agarrar a mí también la locura y estar andando igual que ellos. Me asustaban esas ideas, pero también, a veces, me alegraba, ya no podrían acusarme como lo hacían, sería inimputable.
El Loco Chimenea hacía sentir su presencia, cantaba fuerte, a capela y muy entonado: “tú y las nubes me traen muy loco, tú y las nubes me van a matar…” Otras veces anunciaba su presencia con el sonido de las latas vacías que arrastraba en costales. Caminaba majestuoso, luciendo sus andrajos. La Loca Chabela era también muy altiva. Usaba unos faldones coloridos que llegaban hasta el suelo, unos corpiños con una serie de brocados, parches y zurcidos. Lucía, muy soberbia, su corona: una chompa de orlón enrollada, de color amarillo patito pero quemada a medias, con partes chamuscadas y tiesas y otras intactas y refulgentes. Sus botones achicharrados eran aludidos como incrustaciones de piedras preciosas.
El Loco Chimenea era humilde y servicial. Ayudaba a muchas familias en hacer mandados o en hacer limpieza. Su carga de latas se hacía cada vez más grande. Recogía latas de leche, de conservas de pescado o de frutas en almíbar. Sus costales también los hacía crecer. En una ocasión, andando por la plaza principal, arrastrando su latoso fardo, le llamaron del interior de la panadería. Dejó su equipaje en el suelo, agachado, humildemente, ingreso a recibir los bizcochos que le ofrecían, mientras que el personal de la baja policía echaba el costal con todas sus latas al camión de basura. Al salir Chimenea, no encontró su valioso cargamento y, desesperado, como loco, empezó a buscar por todos lados… Otra acción memorable fue cuando se le dio por ir de Concepción a Huancayo, a 22 kilómetros, pero iba y volvía corriendo por el borde de la carretera. Cada cierto trecho, en su carrera, retrocedía dos o tres pasos, como tomando nuevo impulso. Muchos lo vieron en diferentes partes de la ruta y el comentario era generalizado. Él fue el primero en correr la Maratón de los Andes, quizá su creador. Se supo también que algunas personas se compadecían de él y le daban un aventón. Pero ocurrió que uno de estos generosos amigos, le hizo subir a la maletera del auto y se olvidó de él. Llegó a Huancayo, realizó sus actividades, regresó a Concepción y guardó el auto. En la noche su esposa sale al baño y siente bulla al interior del auto. Asustada le avisa al esposo, quien recién recuerda que había subido al Loco Chimenea en la maletera. A partir de este suceso, si alguien ofrecía recogerle en la carretera, respondía: No gracias. Estoy apurado.
La Loca Chabela interactuaba menos. Se paseaba oronda por las calles. En el brazo izquierdo flexionado, llevaba elegantemente su cartera, que era una lata de pintura, en la cual llevaba piezas de hígado de res que le obsequiaban en el mercado. Untaba sus dedos con la sangre y se pintaba unas notorias chapas en sus blancas mejillas. Hablaba de grandezas. Contaba que, en un barco de la marina, más de cien marineros cogían desde sus extremos, muy extendido, su nuevo vestido. Ella era la reina Isabel de Inglaterra. Erguía la cabeza y con gran delicadeza y estilo, arreglaba su corona, tocando y acomodando hacia el frente las incrustaciones de piedras preciosas. Hacía un mohín desdeñoso a quienes la miraban y se alejaba.
Fueron los entrañables y sobrecogedores locos de mi infancia, quienes impregnaron en mi ser una serie de sentimientos, turbaciones y temores. ¿Cómo se vuelve loca la gente? No hay locos de nacimiento, como el autismo o el Síndrome de Down. Personas respetables y serias hablaban apodícticamente, de cómo ciertas personas habían llegado a la locura. El director de la escuela, por ejemplo, afirmaba con total certeza que los estudiantes se volvían locos por estudiar mucho y comer mal: el hambre de razón que le enloquece y la sed de demencia que le aloca, declamaba. La vendedora de flores recomendaba: nunca digan ‘te amo con locura’, porque el amor también desquicia a la gente. Contaba el caso de una mujer chilena, artista, quien mantuvo un tórrido y tormentoso romance con un hombre más joven que ella y que cuando éste se marchó, ella había enloquecido hasta el suicidio. Otro caso. El cura del pueblo andaba muy chiflado y se rumoreaba que se había vuelto así de tanto masturbarse. Espantado, presentía que me aludían, pues padecía todo lo señalado. Entonces, sabía que mi camino a la locura estaba asegurado. ¿Qué hacer? ¿Cómo retrasar lo más posible o -por lo menos-, cómo hacer para que nadie se dé cuenta? Siempre trataba de portarme bien, correctamente, de no moverme mucho, de no hablar de más, de no hacer preguntas impertinentes, no vaya a ser que alguien me diga: que loco que estás, que loco que eres, o peor aún, amarren al loco y la sola mención de la palabra, al acecho de mis miedos, desencadene mi locura y aparezca sin control todos mis desequilibrios.
Texto de Rubén Villasante publicado en el blog de la Pontificia Universidad Católica de Perú (Lima, Perú).
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