–Mira –me dijo–, y mira bien. ¡Hay que tomar lecciones de abismo!
Julio Verne, Viaje al centro de la tierra.
El encuentro con lo incontrolable, tan presente y lleno de enseñanzas en nuestra práctica institucional, ha tomado una nueva dimensión desde el pasado mes de marzo. Nuestros modos habituales de relación se han visto modificados por un real que ha provocado una brusca interrupción en un mundo acelerado por la globalización, propicio a condensar los tiempos lógicos del ver, comprender y concluir.
Otras instituciones, como la familia, se han visto a su vez envueltas en unas nuevas coordenadas en las que, en el mejor de los casos, se han encontrado formas renovadas de hacer con el cotidiano.
No todo son consecuencias negativas. Una vez más, lo inesperado nos enseña que lo traumático queda lejos de ser generalizable y que los efectos de este trágico período tenemos que tratarlos caso por caso; la subjetividad siempre comporta algo de inédito.
La situación excepcional que atravesamos nos ha confrontado a la necesidad de reinventar nuestra práctica durante un tiempo indefinido y las nuevas tecnologías nos han proporcionado la posibilidad de mantener el vínculo con los pacientes y usuarios de nuestras instituciones. Pero también nos pone sobre aviso de que existe un imposible en cuanto a la idea de trasladar el lazo social, en su totalidad, al campo de lo virtual. La voz, la mirada, la presencia del cuerpo y, en definitiva, la puesta en movimiento que supone el ir al encuentro del otro, son dimensiones imprescindibles en nuestra práctica. En este sentido, la institución ofrece la posibilidad de acoger de otro modo dicho encuentro, cuando existe una dificultad en el lazo social que va más allá de lo educable.
Para algunos, este cambio de ritmo ha producido un cierto efecto de alivio inicial al ver pausadas las solicitaciones diarias, los imperativos educativos, laborales… Desde nuestro campo podemos intuir que este primer alivio comporta un cierto grado de espejismo, puesto que el tiempo que vendrá después traerá consigo, quizás con más fuerza y de manera más abrupta, las exigencias de un mundo que parece estar lejos de desacelerar en su hiperactividad.
Aprovechemos, pues, este momento insólito para poner en manifiesto la función esencial de las instituciones de salud mental, que acompañan día a día a los usuarios en el camino que supone inventar un saber hacer con el otro (y también con el extranjero que somos para nosotros mismos) más apacible, desde los modos particulares de ser y estar en el mundo. Hoy más que nunca, apostemos por hacer un lugar a cada uno, para hacer frente a los efectos de segregación de nuestra época.
María Torres Ausejo. Psicóloga en un Centro de Día infanto-juvenil en Burdeos, Francia.
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